Uruguay: Un país de filas redondas

Para muchos, el aeropuerto es el peor invento de la humanidad después de los grupos de chats del colegio, esos infiernos digitales de los que no sé nada por experiencia propia, pero cuyas leyendas de terror me llegan. Yo estaba en el de San Pablo, que es como el padre de todos los aeropuertos grises, o al menos así son sus terminales más viejas.

Tenía la espalda hecha un nudo, y no solo por el asiento. Venía con el humor de un perro al que le pisan la cola, cortesía de LATAM, esa aerolínea que a veces parece un experimento sociológico para ver cuánta dignidad humana se puede pulverizar antes de un despegue. Me habían hecho perder la conexión y, en el proceso, me recordaron que hay ganado que viaja con más derechos. Pero esa historia, la de mi guerra santa contra ellos, la dejamos para otro día.

El punto es que el cuerpo se te pone en modo idiota: una mezcla de jet lag, aburrimiento y resignación. Mi plan para las siguientes diez horas era simple: mirar una columna hasta que se hiciera la hora de embarcar.

Y en medio de esa nada existencial, en la pantalla de destinos, apareció una palabra: Montevideo.

Al principio, la sala de embarque era como todas. Un museo de cera de gente cansada. Cada uno en su baldosa, respetando una distancia invisible y estúpida, como si el de al lado tuviera una enfermedad contagiosa. La civilización, supongo. Todos metidos en el celular, fingiendo que teníamos algo más importante que hacer que estar ahí, tirados como paquetes.

Pero entonces pasó.

Empezó con un sonido que no pertenece a los aeropuertos. Un ¡PÁF! seco. Un tipo, que parecía un oso con campera, le acababa de pegar una palmada en la espalda a otro que estaba a cinco metros. El que recibió el golpe, en vez de denunciarlo, se dio vuelta y se cagó de la rísa. Y ahí mismo, en ese instante, el aeropuerto de San Pablo empezó a fallar.

Porque después del de la palmada, llegó una señora con el santo grial bajo el brazo. Y no, no era uno de esos termos Stanley de colores pastel que usan los influencers para la foto. Era su antítesis: un termo de acero, veterano, con la pintura saltada en los bordes y esa clase de abolladuras que cuentan mil historias de viajes en ruta y tardes de playa. Les juro que la gente se empezó a levantar como si hubieran visto a Messi. Un pibe que estaba en la otra punta se acercó y dijo "¿precisás agua caliente?". Y la señora, como si lo conociera de toda la vida, le dijo "¡servime, che!".

En cinco minutos, esa gente empezó a profanar la santidad de la fila de asientos. Movieron sillas para armar un círculo. Un círculo, ¿entienden? La figura geométrica menos meritocrática de todas. Donde antes había individuos, ahora había una tribu. De una mochila salió un paquete de bizcochos de grasa, que empezó a girar con más velocidad que el mate.

Y yo, el argentino, los miraba desde mi celda de civilización a diez metros. Y sentí una punta de envidia. Porque no me sentía tan lejos de eso, de esa costumbre, de ese código. Pero al mismo tiempo estaba afuera. Yo no tenía un primo en común con ellos, no conocía al zaguero de Peñarol del 93. Quería formar parte de ese círculo, pero no tenía la contraseña. Entendí en ese momento la sutil pero infinita distancia que hay entre el "che" y el "bo".

Porque aquello era una reacción en cadena de reconocimientos. Un murmullo constante que iba creciendo con cada nuevo uruguayo que llegaba y repetía la misma frase, esa que es mitad saludo y mitad sorpresa: "¡Bo por acá!". La teoría de los seis grados de separación en Uruguay es una estafa. Allá no hay grados. Uruguay no es un país, es un pañuelo: lo sacudís un poco y tarde o temprano todos se encuentran en la misma punta.

Y lo que me mató no fue el mate ni los bizcochos. Fue la alegría. Una alegría genuina, de entrecasa, en un espacio diseñado para el tránsito, no para la ternura. Se contaban chistes, se ponían al día, se puteaban por fútbol. Habían convertido una sala de embarque en el patio de un domingo. Habían hackeado el sistema con el arma más peligrosa de todas: la confianza.

Llegará un día en que estés en un aeropuerto de Frankfurt, o de Houston, o de donde sea. Y todo será silencioso, eficiente, aséptico y tristísimo. Nadie te va a mirar a los ojos. Y te vas a acordar de ese quilombo hermoso en la puerta de embarque a Montevideo.

Y vas a entender que el mundo se divide en dos: los que esperan solos en una fila, y los uruguayos, que siempre encuentran la manera de armar una ronda. 

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