Travel Log — Día 1
Cada vez que cuento que me voy de viaje, aparece la misma pregunta:
¿Y cuál es la idea?
La hacen como esperando que diga algo grande: que me voy a buscar un nuevo lugar para vivir, que quiero cambiar de vida, que necesito encontrar algo.
Pero no.
Este no es un viaje para descubrir nada.
Es un viaje para afirmar. Que ya es bastante.
Durante meses estuve empujando ideas raras, proyectos en los que casi nadie creía salvo yo. Y este viaje es, en parte, para ver si todo eso que armé con paciencia y una fe medio obstinada se sostiene incluso cuando me corro un poco del centro.
No vine a buscar algo nuevo. Vine a ver si lo que hice hasta ahora tiene sentido. Si, en el fondo, no estaba tan equivocado.
Y lo más lindo es que, si sale bien, no va a ser por algo que ocurra, sino por lo que no ocurra. Si no pasa nada, quiere decir que muchas cosas buenas están pasando. Que lo que construí puede caminar solo. Que las ideas que venía empujando ya tienen rueditas.
El primer vuelo fue a San Pablo, el primero de tres: dos días de viaje, cuatro aeropuertos.
Corto, sí, pero justo para una charla de esas que te agarran sin avisar. Me senté al lado de un tipo con el que terminé hablando como si nos conociéramos de toda la vida. Era israelí, tenía familia en Argentina, y decía —con una mezcla de alivio y cautela— que allá las cosas estaban empezando a calmarse. Se notaba que le había gustado mucho el país, hablaba con cariño. Pero también con esa urgencia de quien ya quiere volver a casa.
No me acuerdo ni cómo empezó la charla, pero cuando llegó el momento de despedirnos me quedó esa sensación de que el viaje estaba arrancando como debía: con una puerta abierta. Porque de eso se tratan, al final, los buenos viajes. De abrirse un poco. De dejar entrar cosas nuevas. De probar, aunque sea por un rato, cómo se siente no tener todo bajo control.
¿Por qué será que estas cosas no nos pasan más seguido? En un martes cualquiera, en un ascensor, en una sala de espera.
No sé.
A veces me da la sensación de que sí pasan… y que quizás somos nosotros los que no estamos del todo abiertos a verlas.
Y como si el universo quisiera ponerle un guiño cinematográfico al arranque, me crucé con Bernie Ecclestone.
Sí, ese. El de la Fórmula 1.
Además de ser uno de los tipos más ricos del mundo, es el que convirtió la F1 en lo que es hoy [1].
Y no sólo me lo crucé: de algún lugar salió la caradurez para meterme entre cuatro tipos de seguridad, su esposa y algunas otras personas, y pedirle una foto.
Bajito, simpático, con cara de tipo que ya lo vio todo. Me saludó como si me conociera. No sé si fue un gesto, un reflejo, o simplemente un señor amable. Pero quedó como una notita de color en el inicio del viaje.
Horas más tarde, en Chicago, en un McDonald’s —sí, soy de esos que muy de vez en cuando disfruta comer Mc— vi a un empleado forcejeando con una puerta mientras empujaba un carro enorme. Lo ayudé a abrir. No fue gran cosa, salió automático.
Pero cuando me tocó retirar mi pedido, algo no cerraba: yo había pedido una hamburguesa con queso, nada más. Sin embargo, cuando me entregaron la bolsa, venía con papas y gaseosa. La chica se me acercó con esa complicidad que uno no espera en una cadena de fast food. Me habló bajito, me guiñó un ojo. No supe si estaba tratando de chamuyarme [2] o de compensar algo. Pero me gusta pensar que fue una especie de justicia secreta, una contabilidad medio mágica donde los favores bien hechos vuelven en forma de papas fritas, como si hubiese visto todo desde lejos y pensara que esos pequeños gestos merecen ser devueltos.
Y después, otro detalle de esos que no se planifican: en el siguiente vuelo, de esos con fila de tres, el asiento del medio nos quedó vacío, ese espacio vacío que se siente como un premio en los aviones de hoy. De pronto, el viaje se volvió cómodo, un business trucho, pero sentido.
El último tramo también estuvo bien. ¿Cómo no iba a estarlo? Nueve horas después iba a llegar, por fin, al destino. O mejor dicho: a la línea de partida. Porque eso es este viaje. Un comienzo.
Pero uno raro: en este viaje, no tiene que pasar absolutamente nada para que sea bueno.
Si todo funciona como debería, si las cosas siguen su curso, si la calma no se rompe, entonces voy a poder decir que valió la pena.
Y así, casi sin buscarlo, volvemos al principio.
Así arrancamos.