Salerno — El sentido del no sentido
La primera señal de que algo raro estaba pasando la tuve en un callejón de Salerno, justo cuando noté que había pasado tres veces por debajo de la misma sábana . ¿Quién diseña una ciudad como si jamás tuviera prisa por llegar a ningún lado?Venía de Roma, donde había pensado lo mismo: ¿cómo puede ser que esta gente, que construyó acueductos que todavía funcionan, columnas que todavía sostienen, no haya pensado en diseñar calles con un poco más de lógica?
No tiene sentido. Es como si alguien hubiese diseñado un laberinto perfecto y después hubiera perdido el plano. ¿Cómo es posible que estos tipos, que eran literal y brutalmente genios, decidieran hacer ciudades donde perderse no es un error?
Y entonces, en una esquina donde el olor a pizza al horno de leña hacía que te olvidaras de adónde ibas, lo entendí. La ciudad no quiere que llegues. Quiere que te detengas, que te sientes, que te pierdas ahí, entre un mordisco y otro.
En Salerno, perderse no es un error. Es un mandato. Cada curva, cada callejón sin salida, cada escalera que sube sin prometerte nada, parece estar ahí para confundirte.
Las calles no son calles. O al menos eso fue lo que empecé a pensar después de horas de dar vueltas por el centro histórico. Quizás mi cerebro ya está demasiado acostumbrado a los feeds infinitos, esos callejones digitales que Google y Facebook diseñan para atraparnos, que empecé a sospechar que Salerno no era tan diferente: un algoritmo urbano codificado en piedra, escrito a mano por un monje con demasiado vino encima.
¿Qué tal si Salerno es una interfaz? ¿Qué tal si esas calles son un algoritmo hecho a mano por un monje borracho en el siglo XI? ¿Qué tal si el centro histórico es una página web primitiva, creada para guiarte a ciertos lugares y hacerte creer que decidiste ir por tu cuenta?
Pero no. No decidiste nada. En Salerno, la ciudad te empuja.
Y no era casualidad. Después de andar horas perdido, me puse a leer. A intentar entender por qué Salerno era así. Al llegar al departamento, en vez de dormir, me puse a leer obsesivamente sobre urbanismo medieval. Así descubrí que Salerno había abandonado tempranamente la lógica radial romana, reemplazando su foro por nodos múltiples: iglesias, conventos y capillas. Una estrategia descentralizada, un Silicon Valley medieval del siglo XI donde los monjes eran Zuckerberg y Musk, y las iglesias, sus plataformas. [1]
No tenía ni idea, pero parece que a eso le dicen diseño policéntrico [2]. Un plan donde el poder no se quedaba quieto en un solo punto, sino que se desparramaba en nodos. Las iglesias eran los hotspots del mapa, los expansion hubs del siglo XI.
Ahí no solo se iba a rezar. Se iba a enterarse. A ver quién estaba vivo, quién había muerto, quién se había casado y con quién. Las iglesias eran los centros de gravedad. Los monjes, los administradores del tráfico de personas, los dueños de la información.
Si querías saber qué estaba pasando, no ibas al mercado, ibas al convento. No ibas a la plaza central, ibas a la capilla. Ahí estaba el verdadero centro de la ciudad, la nueva interfaz donde se conectaban los usuarios.
Y las plazas. Esos espacios donde los viejos se sientan sin apuro, con las manos en las rodillas, mientras las fachadas susurran secretos de otras épocas. Los primeros scrollers, mirando la nada con la paciencia de quien ya vio todo.
Las iglesias eran los perfiles verificados de entonces. ¿Querías información confiable? Mirabas el campanario. ¿Querías rumores y memes medievales? Ibas al mercado, a escuchar a los viejos que gritaban peleándose sin estar peleándose.
En un instante de lucidez paranoica, pensé: ¿y si estos adoquines son un blockchain primitivo? ¿Cada paso, cada callejón sin salida, es una transacción guardada para siempre en una cadena descentralizada de memoria urbana? ¿Un ledger que registra siglos de patrones humanos, invisible pero persistente? Cada paso, cada decisión, cada vuelta equivocada queda registrada en la memoria de la calle. Y si uno lo piensa, Salerno es un Big Data medieval. Adoquín por adoquín, la ciudad guarda los pasos de generaciones, creando patrones y flujos que seguimos sin darnos cuenta.
Así que seguí caminando, ya sin apuro. En Salerno, perderse es el objetivo. Y si querés encontrarle sentido, primero tenés que perderlo.
En Salerno, las calles te empujan, aunque juren que estás caminando por tu cuenta.
Y ahí lo entendí.
Salerno está diseñada para llevarte a estos lugares. Las plazas son los hubs, los centros neurálgicos. Y las iglesias, claro. Esos son los endpoints [3]. Lugares donde la ciudad te suelta y te dice: “Mirá. Esto es lo importante. No la farmacia, no el supermercado. Esto.”
Y entonces lo ves. Ves a los viejos hablando. Ves al perro durmiendo al sol. Ves a una mujer que barre la entrada de su casa como si estuviera limpiando la memoria de la calle.
La ciudad te hizo pasar por tres callejones imposibles, donde la ropa colgada en los balcones casi te golpeaba en la cara, donde el olor a berenjena frita y a orégano salía de cada ventana, donde una vieja te miraba desde una persiana cerrada, solo porque quería que llegaras a esa plaza.
Porque las plazas de Salerno no están ahí para que las encuentres. Están ahí para que te encuentren a vos. Son los puntos de encuentro de los perdidos.
¿Y qué es eso si no una app para cruzarte con desconocidos? Como cuando abrís Instagram no para ver algo específico, sino para descubrir quién más está ahí, scrolleando sin rumbo fijo, navegando historias que no buscaba, atrapado en callejones digitales que, igual que Salerno, te llevan justo adonde quieren.
Y en ese momento, mientras los viejos seguían hablando de todo y de nada y el sol empezaba a irse por las azoteas, pensé:
Esto no es un error. Es un diseño. Un diseño de experiencia. Pero hecho en piedra y en siglos.
Las plazas son los feeds. Las iglesias, los endpoints verificados. Las calles, los cables que conectan. Y los pasos, los datos. Y los conventos, los hubs de expansión, los puntos donde la ciudad deja de ser un centro y se convierte en una red.
Y nosotros, los que llegamos sin saber a dónde íbamos, somos los usuarios que la ciudad mueve, sin que nos demos cuenta.
La paradoja es esta: una vez que entendés que Salerno te engañó, que nunca caminaste libremente sino llevado por una mano invisible, es cuando realmente empezás a disfrutar del engaño. Porque al final, en esta ciudad de piedra, algoritmos y santos, lo importante no era llegar, sino descubrirte perdido justo en el lugar donde te estabas buscando. Porque ahí, en esa plaza donde nunca quisiste ir, estás exactamente en el lugar que la ciudad quería que estuvieras.
Y te quedás. Porque, de repente, no tenés apuro por ir a ningún lado.