Roma — Y de pronto, la historia
Ayer, cerca de la medianoche, crucé la plaza de San Pedro. Miles. Estábamos apretados, más por el momento que por el frío. Miradas perdidas, oraciones que no siempre sonaban religiosas. No todos habíamos llegado por lo mismo, pero todos habíamos sido convocados por lo mismo: el papa murió. Y ahí estábamos. En medio de ese murmullo contenido, me encontré mirando el cuerpo del papa Francisco. Quieto. Expuesto. Argentino, como yo.
Y ahí me agarró una sensación extraña. Como si todo esto —el lugar, la hora, el muerto, la coincidencia— fuera una especie de cargada cósmica. ¿Cómo puede ser que justo ahora, en estos días en los que vine a caminar sin mapas por Roma, pase esto? Lo pienso y me río solo, porque sé que no soy el único. Hay miles como yo, congelando el momento, tratando de guardar algo más que una imagen. Pero igual… hay algo que me queda picando. Como una alerta suave, una señal sin traductor. Como si alguien me dijera: “prestá atención, que esto no es casual.”
El Vaticano, de noche, tiene otra textura. No soy católico, pero incluso para mí, hay algo en ese lugar que se siente distinto. No digo nada nuevo: todos sabemos que el Vaticano tiene una mística. Pero la que yo percibí no venía del mármol, ni del oro, ni del poder acumulado durante siglos. Era la gente. Caminando lento, en silencio, con caras que sabían perfectamente lo que estaba pasando: el papa había muerto, y estábamos viviendo un momento histórico. Lo sabíamos todos. Pero igual había algo difícil de explicar. Porque estar ahí no te hacía protagonista, pero sí te volvía un poco más parte del acontecimiento. Como si la sola presencia fuera una forma de honrar lo que pasaba. Una responsabilidad íntima de estar lo más cerca posible de ese instante que, por algún motivo, ocurrió justo cuando nosotros estábamos acá.
Y creo que lo que más me conmovió no fue el peso del rito, ni la solemnidad del lugar, sino lo humano. El modo en que todos —turistas, fieles, romanos de paso— compartíamos una escena con la humildad de los que no entienden todo, pero saben que están siendo testigos de algo. Quizás por eso Roma me está cambiando. Me está desarmando las ideas que tenía de la religión, de Europa, de mí.
Esta ciudad —eterna y desordenada, cálida como una nona y cruel como el tránsito romano— me hizo sentir por primera vez que vivir y sobrevivir son casi lo mismo. Y aunque yo no tengo nona, entiendo el abrazo invisible que representan. Sobre todo desde que mi novia me prestó un poco de la suya. Roma es eso también: una mezcla de lo que es tuyo y lo que adoptás. Y en ese mestizaje emocional, llegar al cafecito de la tarde, se vuelve un acto de celebración.
Roma es el lugar donde todos somos extraños, y por eso, todos podemos ser amigos. Una ciudad donde no te juzgan si llorás en una iglesia, ni si te emocionás con una ruina, aunque no sepas bien por qué. Donde el pasado y el presente no se pelean: coexisten. Donde ver a un papa muerto no es un final, sino un recordatorio de que seguimos acá. Todavía vivos. Y eso —en estos tiempos de tanto ruido— no solo es un montón: es algo que hay que celebrar.