Roma — Murió el Papa
El Coliseo me arrancó un suspiro raro. No uno de esos que vienen del pecho, sino de más abajo, tipo estómago. Lo vi por primera vez desde el monumento a Vittorio Emanuele, chiquito allá al fondo, y fue como ver un recuerdo que no era mío. Me quedé quieto. Pensé: “Ah, entonces era verdad.”
La Fontana me hizo mirar para otro lado. No por decepción, sino por asombro. Me encontré mirando más a la gente que a la fuente. Y quizás ese era siempre el truco. El mármol te atrapa, pero lo que te retiene es la vibración de los cuerpos alrededor. Ese murmullo tibio que se mezcla con el agua. Ese clima que no es del todo de Roma ni del todo del turista. Es de los dos.
Y en San Pedro casi me arrodillo sin querer.
Pero la ciudad, como buena italiana, tenía otra escena dramática escondida.
Murió el Papa.
Flashback a Londres: dos años atrás, ahi estaba yo cuando murió la Reina. Y una voz interna te dice: esto no puede ser casualidad, aunque sepas que sí.
No importa cuántas veces lo diga. El Papa murió. Y aunque lo sabíamos —porque todos mueren, incluso los que parecen no hacerlo nunca—, hay algo que se rompe igual. No por lo religioso, sino por lo simbólico. Cuando se muere alguien tan metido en la cabeza de todos, no se muere solo él. Se muere también un pedacito de lo que pensábamos que era eterno.
Y yo estoy en Roma. No en la postal de Roma, sino en una versión más íntima, más doméstica, más de carne y abrazo. Camino por calles sin souvenirs, y me cae encima una sensación rara: no estoy de paso, estoy —de alguna manera— adentro..Y lo digo en serio, no como esa frase cliché que se dice cuando uno se enamora de un lugar. Me pasa otra cosa. Siento que estoy en casa. Que soy de aca.
La gente acá me toca. Literalmente. Me agarran el brazo para explicarme cómo llegar a tal lugar. Me miran a los ojos cuando hablo, me hacen preguntas como si les importara la respuesta. Hay una calidez que no es actuación ni cortesía: es algo que se ofrece sin pedir nada a cambio. Y eso me deja desarmado.
Nunca tuve tanto contacto físico con desconocidos. En Italia, el cuerpo habla. Te sostienen sin que lo notes. Y eso me hace bien. Me desarma, pero me arma también.
Y justo en medio de todo eso, el Papa muere. Como si la historia me tocara el hombro y dijera: “Prestá atención.”
No creo en señales. Pero sí creo en la humildad que aparece cuando el mundo se encoge. Cuando te das cuenta de que nadie es inmortal. Ni los Papas. Ni las Reinas. Ni vos.
Y en medio de eso, estoy caminando por Roma, haciendo lo que quiero, sin apuro, sin culpa, y me siento agradecido. No en plan espiritual. Agradecido de estar vivo. De ser testigo. De no tener que entenderlo todo.
Siento que hay algo que me está enseñando a mirar distinto. Y que eso también es viajar.