Positano — Cuento de un atardecer
Después de subir y bajar mil escaleras, me animé a sentarme.
Quizás porque en Positano sentarse a tomar algo es como colgarte el cartel de turista. Y yo, hasta ese momento, quería seguir creyendo que sabía adónde iba.
Pero el calor me pegaba en la nuca, las piernas ya no sabían si seguir o quedarse y el helado que compré hace un rato serpenteaba por mi muñeca, bajando y subiendo, cambiando de dirección, como yo en esas escaleras infinitas.
Me senté en un bar, con miedo de abrir el menú.
Las sillas de mimbre parecían de mentira. Demasiado nuevas, demasiado limpias, demasiado en fila, como si alguien las hubiera colocado con guantes blancos, asegurándose de que ninguna se saliera del guion. Las sombrillas azules y blancas, clavadas en la arena con una precisión tan quirúrgica que daban ganas de preguntar cuánto cobraban por entrar ahí.
Todo tan bien puesto que hasta los turistas parecían parte de la escenografía. Todo parecía calculado, pensado para turistas que no preguntan precios.
Y ahí estaba yo, intentando convencerme de que valía la pena pagar lo que fuera por un rato de sombra.
Uno más. Otro más que juraba no haber venido por el Positano de las postales.
Pero ahí estaba, en el Positano de Instagram, ese que parece perfecto y que de alguna manera me hizo creer que yo no iba a caer.
¿De qué me la daba? ¿De distinto? ¿De auténtico? ¿De tipo que viene a ver lo real, lo verdadero?
Si era honesto, estaba ahí igual que todos.
Y ese spritz que no quería pedir pero que iba a pedir igual, ¿a quién quería engañar?
Si hasta había sacado la misma foto que todos, desde el mismo ángulo, con el mismo mar brillante de fondo.
Uno más. Otro más que decía que no, que él no. Pero ahí estaba.
Y si era sincero, ni siquiera sabía qué había venido a buscar.
Y ahí fue cuando lo vi.
El viejo estaba ahí, al lado mío. Camisa blanca arremangada, cigarrillo a medio fumar, ojos clavados en un punto que yo no veía.
Y de alguna manera, sin mirarme, empezó a hablar.
—¿Querés saber qué está pasando en realidad? —me dijo.
Antes de que pudiera responder, señaló con el mentón a una pareja que estaba en la fuente.
Ella saca una foto del helado. Él revisa el teléfono como si esperara una llamada que nunca llega.
—La mina —dice el viejo— está subiendo la foto con un texto que dice “El mejor helado de mi vida”. Pero el helado no lo probó. Se derritió mientras buscaba el filtro. ¿Y él? Él está tratando de no pensar en lo que encontró en el teléfono cuando ella fue al baño.
Miro al tipo. Tiene los ojos clavados en la pantalla, pero no ve nada. La mina le dice algo y él asiente, sin escucharla.
—¿Y la foto del helado? —dice el viejo—. ¿Sabés a dónde va a ir?
—¿A dónde?
—A ese mar de fotos donde todas parecen iguales, peleando por un like antes de hundirse para siempre.
Miro alrededor.
La plaza está llena de gente haciendo lo mismo. Selfies. Poses. Gritos en inglés. Valijas tambaleándose sobre los adoquines. Turistas que se detienen cada cinco metros, agrandando y achicando el mapa en la pantalla, como si esperaran que Google Maps les muestre un Positano que no existe.
Y el viejo sigue ahí, observando.
—¿Ves al pibe de la camiseta blanca? —me dice, señalando a un tipo que sube las escaleras con el teléfono en alto, buscando el ángulo perfecto.
—Sí.
—Lleva dos horas buscando el mirador que vio en Instagram. El que parece un balcón flotando sobre el mar. Pero ese mirador no existe. Solo existe en la foto. Pero él sigue subiendo, ¿ves? Porque está convencido de que si lo encuentra, va a encontrar lo que vino a buscar.
—¿Y qué vino a buscar?
El viejo se encoge de hombros.
—Capaz algo que cree que le falta.
Un grupo de chicas saca fotos con limoncello en la mano, repitiendo el mismo brindis una y otra vez.
—¿Ves a la del vestido rojo? —dice el viejo.
—Sí.
—Hoy le dio “me gusta” a una foto de su ex. Pero no se lo dijo a las amigas. Así que está intentando no pensar en eso. Por eso sigue brindando. Por eso sigue sonriendo. Por eso sigue sacando la misma foto.
Al lado de ellas, un cartel que dice “Boat Tour to Li Galli – Sirenuse Islands”.
—Ahí —dice el viejo, señalando el cartel—. Antes decían que esas islas eran el hogar de las sirenas. Las que enamoraban a Ulises y lo hacían perderse.
Miro a la chica del vestido rojo, levantando el vaso de limoncello con la sonrisa repetida.
—¿Y eso está mal? —pregunto.
El viejo se encoge de hombros.
—No. En ese mismo mar, hace siglos, Ulises también siguió buscando algo que nunca iba a encontrar.
En la fuente, un hombre mayor se sienta solo. Sostiene un cigarrillo a medio fumar, pero no le da una pitada. En la otra mano, un cuaderno que abre y cierra, abre y cierra, como si no supiera cuál de los dos lo mantiene ahí.
—¿Y ese? —pregunto.
—Ese era fotógrafo. Sacó la mejor foto de Positano que se haya visto. La foto que todos vienen a buscar. Positano vacío, sin turistas, sin luces. Solo el mar y el cielo, todo gris.
—¿Y qué hace ahora?
—Ahora sigue buscando ese Positano. Pero no sabe que el Positano de la foto nunca existió.
—¿Cómo que no existió?
—Era un truco de luz. Un reflejo. Un instante que pasó mientras él se rascaba la nuca. Pero él está convencido de que, si se queda, algún día va a volver a verlo.
Miro al viejo.
Tiene la piel curtida por el sol y los ojos clavados en la fuente, como si también él estuviera esperando algo.
—¿Y vos? —le digo.
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Qué estás buscando?
El viejo apaga el cigarrillo contra el banco, se sacude las manos como si se estuviera sacando la arena del tiempo.
Me mira por primera vez y sonríe, pero es una sonrisa rara. De esas que parecen haber ensayado toda la vida para no decir nada.
—Nada —dice—. Ya lo encontré.
Se levanta despacio, como si no tuviera apuro por llegar a ningún lado. Se acomoda los pantalones, tira el cigarrillo a una alcantarilla y desaparece entre los turistas.
Y yo me quedo ahí, clavado a la silla, como si el sol pesara más de golpe.
Miro a mi alrededor. Las sombrillas azules siguen alineadas como soldados esperando la orden de desfilar. Las chicas del limoncello siguen brindando con una sonrisa que no se les termina de salir bien. Y los tipos siguen sacando fotos al mar, posando con los brazos abiertos como si hubieran llegado a algún lado.
Las fotos salen perfectas. Las poses, perfectas. El atardecer, perfecto.
Pero en ninguna de esas fotos se ve al viejo.
De hecho, si lo pienso bien, no estoy tan seguro de haberlo visto yo tampoco.
Quizás el viejo nunca existió. O quizás fue un personaje inventado por el sol, de esos que aparecen cuando te da de lleno en la cara y te obliga a cerrar los ojos. O capaz lo inventé yo, porque a veces la mejor historia es la que no pasó.
O capaz el viejo existió, pero era otro. Un tipo que se parecía a alguien que conocí en otra vida, o en otro bar, o en otro cuento. Un turista más. Uno de esos que llegó, sacó una foto, se fue y la guardó en la misma carpeta donde van a parar todas las fotos que nunca se miran.
Y ahí está Positano.
Con sus casas pegadas unas a otras como ladrillos de Tetris, con sus escaleras que suben y bajan y vuelven a subir, con sus sombrillas azules que siguen ahí aunque el viento se las lleve puestas.
Y el mar sigue chocando contra las piedras, porque eso hace el mar: chocar, insistir, repetir.
Y las fotos se siguen sacando, porque eso hacemos nosotros: sacar fotos, insistir, repetir.
Pero hay cosas que no se pueden sacar. Ni con el mejor filtro. Ni con la mejor luz.
Lo que se siente al cerrar los ojos y oler el mar. Lo que pasa cuando te metés en el agua y el sol te pega en la nuca. El nudo en la garganta cuando ves el mismo atardecer que viste mil veces, pero hoy te pega distinto.
Eso no cabe en una foto.
Eso no cabe en Positano.
Eso, si te acordás, te lo llevás puesto. Y si no, se lo lleva el mar.