La granita y el disfraz de lo simple
La granita, el calor y una lección inesperada sobre la elegancia
Yo tenía un prejuicio con la granita. De esos prejuicios que no se anuncian, que no se discuten, que se arrastran como quien convive con un zumbido: lo sentís, pero asumís que viene de afuera. Para mí, la granita era un chiste. Una versión low cost del helado. Algo para chicos, para turistas, para gente que nunca tomó un espresso filtrado en Chemex mientras le explicaban la historia del grano y su tueste invertido en tres fases. Una cosa sin historia. Sin capas. Sin valor.
Pero el problema no era la granita. El problema era esa idea —ese verso— que me vengo contando a mí mismo: que si algo no es complejo, no puede ser bueno. Que el mérito está en la cantidad de pasos, de ingredientes, de tecnicismos. Que lo simple es básico, y lo complejo es sofisticado. Que más es más. Y claro, la granita… bueno, la granita es básicamente hielo raspado con gustito. Fruta, azúcar, frío y ya. ¿Cómo iba a competir eso con un flat white hecho con leche de avena emulsionada a 60 grados?
Y entonces, vine a Sicilia.
Y Sicilia te desarma.
Primero con el idioma: un italiano con acento de puñal, mezclado con árabe, español, y algo más que parece inventado en el momento. Después con el caos: motos que rozan la fe, iglesias abiertas a las tres de la mañana, mercados con olor a espada recién sacada del aceite, abuelas que te putean como si fuera un sacramento. Pero sobre todo, con el calor.
No un calor de postal. No. Un calor que no se va. Uno que no se limita al mediodía ni a la sombra. Un calor que sube desde el suelo como un reproche. Que se filtra por los zapatos, por las baldosas, por los caños. Que se queda pegado al cuerpo como una culpa. En Catania, a las tres de la tarde, el aire es una decisión moral. Caminás una cuadra y querés pedirle disculpas al sol a cambio de una ráfaga de viento —aunque sea tibia, aunque sea prestada.
Ahí entendí por qué existe la granita.
Pero una cosa es que la lógica entienda, y otra muy distinta es que el cuerpo se lo crea.
Un día, rendido, pedí una granita de gelsi en una esquina cualquiera de Catania. No tenía expectativas. Era más un acto de supervivencia que de curiosidad. Y entonces, pasó.
Lo que me trajeron no era hielo raspado. No era un juguito con cristales. Era otra cosa. Una textura precisa, como si alguien la hubiera diseñado con un compás. Cada cucharada era una arquitectura, una armonía. La cuchara no raspaba: se deslizaba. Y el sabor no te invadía, se te infiltraba. Como esos escalofríos que nacen en la nuca y van bajando por la espalda, lento, y cuando llega a los pies ya te cambió la temperatura del cuerpo.
Y ahí me cayó la ficha.
Lo simple no es lo contrario de lo complejo. Es lo que pasa cuando lo complejo encuentra su forma más elegante. Cuando todas las pruebas, las vueltas, los detalles se destilan hasta parecer obvios. Como un poema que parece fácil y no lo es. Como una herramienta sin partes innecesarias. Como una idea que se acomoda sola y no hace ruido.
Me obsesioné. Empecé a investigar.
Descubrí que la granita viene del sharbat árabe (y sí, si la palabra te suena es porque de ahí viene "sorbete", el tatarabuelo de nuestro helado), una bebida helada que trajeron hace más de mil años. Que usaban la nieve del Etna como si fuera un regalo de los dioses. Que mezclaban esa nieve con sal para bajar aún más la temperatura —una mezcla eutéctica, según leí por ahí—. Que así nació el pozzetto, un sistema manual para batir y enfriar. Lo que yo estaba comiendo era la versión 2.0 de ese invento ancestral, perfeccionado con tecnología moderna, pero con el mismo espíritu: una coreografía entre la tierra, la física y el paladar.
Y claro, cuando uno se mete, no sabe frenar.
Terminé googleando cosas como “patrones de eficiencia natural” y llegué a los diagramas de Voronoi. Unos modelos matemáticos que explican cómo la naturaleza organiza el espacio de la forma más eficiente posible. Y ahí me di cuenta: eso era la granita. Un Voronoi comestible. Una geometría helada. Una solución elegante disfrazada de postre.
No sé en qué momento mi cerebro decidió conectar todo eso, pero ahí estaba yo, en una plaza ardiente de Catania, comiéndome una lección de diseño ancestral sin darme cuenta.
Porque eso es la granita: sí, una respuesta al calor. Pero también una síntesis. Una lección escondida sobre cómo lo verdaderamente sofisticado no necesita adornos. Lo simple puede ser tan complejo por dentro, que ya no necesita parecerlo por fuera. Y ahí aparece la elegancia. No como estilo, sino como principio. Como esa navaja de Occam que corta todo lo innecesario hasta que lo que queda no se puede reducir más.
Y bueno…
Capaz el sol me está pegando demasiado fuerte acá en Catania. Y por algún motivo, mi cerebro terminó uniendo la granita con diagramas de Voronoi, geometría sagrada, eficiencia térmica y todo eso.
O quizás simplemente no haga falta tanto calor para empezar a entender lo simple.