Salerno — Las expectativas son unas hijas de puta
Las expectativas son como los trailers de las películas. Si son muy buenas, después la peli no tiene cómo alcanzarlas. Y si son malas, si el trailer es un embole, si parece una película de domingo al mediodía… te sorprende. Te reís más, llorás más, vivís más.
Salerno, por ejemplo.
Yo no esperaba nada de Salerno. Lo juro.
No porque me hayan hablado mal, sino porque nadie me habló. Era como ese primo que vive en el sur y solo aparece en los casamientos grandes.
Me imaginaba una ciudad gris, medio derruida, con humedad en las paredes y olor a pescado viejo. De esas donde los edificios están cansados y la gente más todavía. Una especie de Nápoles sin marketing. Yo ya estaba listo para tolerarla.
Pero claro, como las expectativas eran tan chiquitas, Salerno se me apareció gigante.
No es que sea espectacular. Es más bien modesta. Pero esa modestia, cuando uno viene esperando poco, se vuelve un milagro.
El primer baldazo fue el olor a ropa limpia en la calle. No el perfume de alguien. El de las sábanas. Un olor que baja de los balcones, mezclado con sol, como si alguien estuviera ventilando su infancia.
Después, los callejones de cerámica. No hay un rincón sin mosaico, sin una textura que brille al sol como un caramelo. Esto fue en Vietri sul Mare, un pueblito que queda tan cerca de Salerno que podés llegar caminando. Nosotros fuimos así, a pie, sin saber bien qué esperábamos, y de pronto estábamos metidos en una vajilla.
Acá las escaleras son de cerámica, los bancos de la plaza son de cerámica, hasta los teatros al aire libre tienen cerámica. Es como si alguien hubiera tomado el recuerdo de una mesa de domingo y lo hubiera expandido por todo el pueblo.
Y la gente… la gente no corre.
No hay apuro por venderte nada. Te saludan sin mirarte las zapatillas. Nadie te scrollea con la mirada. Acá el KPI es quién toma mejor el aperitivo, no quién factura más.
Las expectativas te hacen eso: si esperás frío, cualquier calidez te derrite. Y Salerno tiene calorcito de pueblo, aunque tenga IKEA gigante y puerto activo. Los barcos pasan todo el día por la ventana. Van y vienen a Nápoles como si nada. Acá nada es urgente. Ni el comercio.
Fuman en la puerta del bar, en la fila del súper, en la vereda. El italiano suena como si estuviera apurado para irse a tomar algo. Y aun así, todo fluye.
Los autos manejan como si las callecitas fueran autopistas. Y lo son, en su lógica torcida.
Hay vida. Hay ferias. Hay escaleras con nombres de poetas. Hay superstición de domingo y hornos de leña que no se apagan.
Y ojo: sigue siendo lo que pensaba que iba a ser. Viejo, feo, y medio roto. Pero ahora lo digo con ternura. Porque lo feo, si no se disfraza, termina siendo hermoso.
Salerno me enseñó algo que ya sabía pero me gusta que me repitan: las expectativas son unas hijas de puta.
La última cosa que anoté antes de sentarme a escribir, quedó sonando como la última frase del cuento:
el tango no se inventó en Italia de casualidad.
Porque hay algo acá.
Algo de tristeza elegante, de pasión sin marketing, de belleza rota que no quiere curarse.
Y uno, cuando no espera nada, termina escribiendo cosas así.