El aplauso antes del final

Siempre me impresionó el teatro. No tanto por lo que pasa en el escenario, sino por lo que pasa en las butacas: ese silencio compartido, la respiración sincronizada, la forma en que todos esperan la misma señal para reír o llorar. Como si lo que sentimos estuviera alineado por un metrónomo. 

Bueno, esa noche no fue la excepción. Ella quería salir, y decir que no es siempre más incómodo que ir. Era una de esas obras que parecen escritas por alguien que soñó en otro idioma y tradujo mal: los actores hablaban despacio, había silencios eternos, y yo pensaba en el aire acondicionado del techo más que en la trama.

Hasta que, sin aviso, alguien aplaudió.

Uno solo.
Con fuerza.
El aplauso cruzó la sala de punta a punta, como buscando a alguien más que se haga eco de él.

Y de golpe, otro lo imitó.
Y otro.
Y otro más.
En cuestión de segundos, todo el teatro era un aplauso ensordecedor.

Los actores se miraron entre sí, desconcertados.
Uno sonrió, otro asintió.
Se tomaron de las manos, hicieron una reverencia y se fueron.

Así, de golpe.

Yo los miré irse con la sensación de haber visto un truco de magia al revés.
La obra no había terminado, pero todos decidieron que sí.
Y por eso, terminó.

No hubo desenlace, ni clímax, ni moraleja.
Hubo consenso.
Una multitud que coincidió en que el final había llegado.

Y fue ahí, entre el eco de los aplausos y el silencio posterior, cuando algo se me torció adentro.
Porque entendí que no estábamos celebrando un cierre: 
estábamos creándolo.

De camino a casa, pensé en lo fácil que es torcer la realidad cuando suficientes personas respiran al mismo ritmo.
Veinte desconocidos bastaron para doblar una historia.
Y la doblaron también para mí, aunque yo no hubiera aplaudido.

Y no era la primera vez que pasaba.
La historia está llena de aplausos mal sincronizados.

Me quedé pensando que esto no era nuevo. En el veintinueve, un par se asustó y empezó a vender acciones, y el resto, como buenos imitadores del miedo, los siguió. Nadie sabía bien por qué, pero de pronto todo se vino abajo, para todos.

En Salem fue igual: unas chicas dijeron que habían visto al diablo y el pueblo entero decidió que era cierto y salió a buscarlo, con antorchas y todo. Quemaron a sus vecinos para salvar sus almas.

Hoy ni hace falta salir de casa: alcanza con un trending topic.

Si veinte personas se enojan en Twitter, el algoritmo arma la procesión. Y ahí vamos todos, indignados por reflejo.

El eco se convierte en dogma.

Una idea sola es una chispa.
Dos ideas iguales hacen fuego.
Cien ideas repetidas se vuelven paisaje.
Y cuando el paisaje es demasiado grande, ya nadie recuerda quién encendió el primer fósforo.

Uno piensa que la gente junta exagera la verdad. Pero no: la cambia por otra. La acomoda hasta que entra en la cabeza de todos. Y lo hace despacito, sin que nadie se dé cuenta, igual que cuando aplaudimos porque el de al lado empezó.

Cuando salimos del teatro, una señora dijo, muy segura:
—Qué final tan moderno, ¿no? Tan simbólico.

Todos asintieron.
Yo también.

Aunque por dentro me reía, porque entendí que el símbolo no estaba en la obra, sino en nosotros: un grupo de personas incapaz de soportar el vacío de un silencio, inventando un final solo para no sentirse perdidos.

En el auto, ella me preguntó en qué pensaba.
Le dije:
—En que a veces no pensamos porque queremos entender, sino porque queremos coincidir.

Ella se quedó callada un rato.
Y después dijo algo que me quedó flotando:
—Y cuando coincidimos, dejamos de ver.

Tenía razón.
Las ideas compartidas no solo ciegan: también atan.
Nos ciegan del afuera, y nos atan entre nosotros.
Y ahí está la trampa: el mismo lazo que nos protege del miedo es el que nos impide escapar de él.

Llegamos a casa y, antes de dormir, me quedé mirando el techo.

Pensé en esa frase que escuché una vez: ideology doesn’t just blind; it binds.
La entendí recién esa noche.
Porque no hay diferencia entre una ideología y un aplauso:
las dos necesitan compañía para tener sentido.
Y las dos se sienten verdaderas mientras haya suficiente gente aplaudiendo.

Quizás, después de todo, la realidad es un aplauso que todavía no terminó.

Y tal vez el verdadero final llegue cuando alguien se atreva a no aplaudir.

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