Roma — Donde se siente antes de entender

Llegamos a Fiumicino, de ahí a Termini, después al departamento, y enseguida a las escaleras de España, al monumento a Vittorio Emanuele II, al Coliseo, etcétera, etcétera.

Podría seguir con la lista —lugares, historia, monumentos, fechas— pero la verdad es que nada de lo que yo escriba sobre todo eso va a ser más interesante que lo que, en realidad, vine a buscar a Roma.

Porque no vine a aprender sobre el pasado.

Vine a sentir mi experiencia.

A prestar atención no sólo a la historia de las piedras, sino a las sensaciones que tengo yo hoy, caminando por estas calles.

Empujando la valija por veredas medio rotas.

Mirando el desfile infinito de turistas sacándose cientos de fotos, todos convencidos de que esta va a ser la buena.

Oliendo las pizzas que salen de todos lados, viendo cómo la crema de un cannoli se pega en los dedos de un tipo que claramente lo conoció por Instagram.

Cruzando calles angostas donde autos y motos se mueven como si Roma fuera sólo de ellos. Y tienen razón: lo es. Pero ahí estamos nosotros, avanzando como legiones modernas con sandalias de trekking, tratando de reconquistar lo que ya fue conquistado hace siglos.

Escuchando el rugido de la Fontana di Trevi, que de algún modo logra sonar por encima del murmullo abrumador de la multitud que la rodea todos los días.

La pasta, las luces, las sirenas.

Todo muy Roma.

Y de eso se trata. De eso tengo ganas de escribir hoy.

Seguramente más adelante me den ganas de contar alguna curiosidad de los lugares emblemáticos. Seguro anote alguna historia linda que escuche al pasar.

Pero si tengo suerte, si logro mirar con el cuerpo y no con la cabeza, voy a terminar escribiendo más sobre las calles y su gente que sobre sus leyendas.

Porque, al menos como primera impresión, todo acá parece mezclarse sin esfuerzo: la historia con el ruido, las postales con los olores, la arquitectura con el traqueteo de una valija en la vereda.