BLU — El oasis que huele a café
Hay un café cerca de donde estoy viviendo que se llama BLU. No es particularmente grande, ni especialmente raro, ni tiene lámparas de cobre turco que cuelgan del techo. Pero es un oasis. O mejor dicho: mi oasis. Porque cuando uno no se siente parte de un lugar, cualquier cosa que te recuerde que no estás solo puede valer más que un pasaje de vuelta.
BLU abre todos los días. Menos los lunes. Y eso, que parece un detalle, se me clava como una astilla cada inicio de semana. Porque el lunes, sin BLU, es solo lunes. Pero el martes ya hay salvación: el olor del café, el sonido del molino, la luz que entra por la ventana como si también supiera que el mundo afuera no siempre es hospitalario.
No soy de acá. O mejor dicho, estoy acá, pero no termino de ser. Y en esa diferencia sutil se filtra el malestar, el sinsentido, la incomodidad de sentir que uno no encaja, que está en pausa, que no es arte sino borrador. Pero entonces voy a BLU, y algo cambia. Me acomodo en una mesa como quien se acomoda el alma. Me traen un latte que ya no tengo que pedir, porque ya saben. Y no sé si me lee alguien que vive lejos de su casa, pero si es así, sabrá que ese “ya saben” vale más que cien “bienvenidos”.
La gente que trabaja en BLU tiene esa magia difícil: te hacen sentir que están laburando, que el lugar funciona, que hay ritmo y precisión. Pero también te dan la sensación de que en cualquier momento pueden cerrar la caja y salir a tomarse una birra con vos. Y no sería raro. Porque en BLU nadie finge una sonrisa. Y si están cansados, se les nota. Y si están contentos, también. Es un café donde la humanidad no se esconde detrás de la barra, sino que se sirve en taza mediana, con leche vegetal y un poco de charla cruzada.
Con el tiempo fui sabiendo cosas. Que BLU abrió unos días antes de que empezara la pandemia. Que eso, en Buenos Aires, es como nacer en medio de un huracán. Que los primeros meses fueron de sobrevivir, de abrir cuando se podía, de sostenerse en la nada con voluntad y café. Pero no bajaron la persiana. Armaron algo más fuerte: una comunidad. Un café que es punto de encuentro, sí, pero también de ideas, de miradas, de consuelo. Un lugar donde se puede escribir, pensar, hablar, incluso llorar sin que nadie se incomode.
A veces me pregunto si BLU me salvó o si yo me dejé salvar. Si fue el latte o el saber que existía una puerta a la vuelta de casa que podía cruzar para sentir que, por una hora al menos, todo tenía un poco más de sentido.
Con un cafecito de BLU en la mano tejí ideas, borré otras, inventé futuros y dejé atrás pasados. Es loco pensarlo, pero a veces no hace falta una epifanía: alcanza con que haya un lugar donde te llamen por tu nombre y te pregunten si querés lo de siempre.