Veinte Minutos de Socialismo Tropical
Tengo una teoría: los Lockers de Amazon en Miami están ubicados estratégicamente en puntos de máxima inconveniencia. Lugares a los que no llega nadie, a ninguna parte, nunca. Y ahí estaba yo, con un coso de plástico que compré a las 3 de la mañana en un rato de insomnio y que ahora tenía que devolver. Caminar era una sentencia de muerte. Pagar un Uber me salía más caro que el puto coso de plástico. Estaba atrapado en una paradoja económica. Y entonces lo vi, en su propia App, brillando como un faro de esperanza: la ruta del trolley pasaba a tres cuadras. Tres cuadras de sufrimiento a cambio de un viaje gratis con aire acondicionado. Fue la decisión más fácil de la semana. Me convertí, por necesidad, en un orgulloso usuario del transporte de los resignados.
El trolley de Miami es una cosa rara. Te juro. Es como si a alguien se le hubiera ocurrido diseñar un tranvía de San Francisco, pero después de haberse tomado tres mojitos de más. Es azul, tiene detalles de madera que son de plástico y hace un ruido a cafetera vieja. Y lo más importante, es gratis. Gratis. En la ciudad donde te cobran por respirar si te descuidas.
Cuando las puertas hacen ese fsssssh y se abren, no te está recibiendo un transporte público. Te está recibiendo un santuario. El primer soplo de aire acondicionado es una epifanía. Es más efectivo que cualquier religión.
Adentro, el mundo es otro. Es el único lugar de Miami donde un millonario con resaca (porque se gastó todo en el boliche de moda y ahora no tiene para el parking) puede sentarse al lado de una señora que va a limpiar su casa en Key Biscayne.
Hoy, por ejemplo, el elenco era de primera.
En primera fila, una señora cubana, de esas que tienen un doctorado en la vida. Cartera sobre las rodillas, mirada fija al frente. No necesita mirar por la ventana. Ella sabe exactamente en qué baldosa estamos. El chofer, un panameño chiquito llamado Nestor, le grita un "¿Cómo anda, Mirta?". Y Mirta, sin mover un músculo de la cara, le responde "Ahí, mi'jo, en la lucha". Esa conversación de dos segundos tiene más historia y más verdad que cualquier libro sobre Miami. Mirta no usa el trolley; el trolley forma parte de su sistema circulatorio.
Un poco más atrás, el pibe de la camisa de lino. El típico genio crypto que vive en Brickell y acaba de descubrir el life hack del siglo: ahorrarse el estacionamiento. Va con los AirPods Pro a todo lo que da, mirando el celular con una concentración que ni un cirujano operando a corazón abierto. Se siente un genio, un master of the universe por estar viajando gratis. Lo que no entiende es que él no está hackeando el sistema. Él es el chiste del sistema. Cree que está en un medio de transporte cuando en realidad está en una exhibición de antropología y él es uno de los monos.
De repente, el trolley se frena en seco. El chofer, con la calma de un monje budista, murmura algo sobre una "obstrucción". La obstrucción es una iguana del tamaño de un perro mediano, plantada en mitad de la calle, tomando sol como si la vida fuera eso. A mi derecha, una chica que claramente vive para Instagram, enfoca su teléfono y le susurra a su audiencia invisible: "OMG, guys, the local wildlife is literally so iconic". Justo detrás de ella, una pareja de turistas de algún lugar donde las cosas son grises y ordenadas, miran a la iguana como si hubieran visto a Godzilla. El marido le dice a la mujer, con un pánico contenido: "¿eso es normal?". Y antes de que Martha pueda responder, la influencer, sin dejar de grabar, se gira hacia ellos y les dice con la sonrisa más falsa del mundo: "Oh, totally. It's part of the authentic Miami experience!". Me dieron ganas de gritarles a los tres. A la influencer, que "icónico" es el olor a meo que viene del sargazo acumulado hace una semana. A los turistas, que "normal" es que esa iguana probablemente tenga más derecho a estar acá que nosotros. Y a la iguana, que se mueva de una puta vez que tengo la pizza congeleada en la bolsa. Pero como siempre, me callé. El trolley es un teatro, y yo soy solo un espectador con entrada gratis.
Y entre ellos todos ellos, los invisibles. La chica con uniforme de enfermera que se quedó dormida con la boca abierta, el tipo de la construcción con polvo de cemento hasta en las pestañas, el hombre que subió sin nada y que se bajará en la última parada para volver a subir, porque su único destino es tener aire acondicionado hasta que anochezca.
Me bajé en mi parada, y el golpe de calor me devolvió a la realidad de un sopapo. El trolley se fue, con su ruido a cafetera, llevándose a Mirta, al genio de las finanzas, a la influencer y los turistas. Y me quedé pensando, mientras caminaba las últimas dos cuadras, que ese coso azul y lento es lo más parecido a un alma que tiene esta ciudad.
Porque en Miami, al final del día, no nos une el idioma, ni la bandera, ni el sueño americano. Nos une, por veinte minutos, el aire acondicionado. Y que es gratis. Y no se me ocurre nada más honesto que eso.