Guisieppe Vicenti — Tres metros cuadrados para salir del país
El otro día abrí una puerta y terminé en Puglia.
No estoy hablando en metáforas poéticas ni en sueños inducidos por los primeros fríos del otoño. Fue literal. Iba caminando por Buenos Aires —con esa inercia con la que uno camina cuando no tiene apuro pero sí hambre— y vi una puertita. Una puerta mínima, una rendija en el tiempo. Daba a un local que parecía un pasillo. Un rectángulo de tres metros por dos y medio. Pensé que era una bicicletería.
Pero era Guisieppe Vicenti.
Y adentro, como si la lógica se hubiese tomado franco, había focaccias, cannolis, sfogliatellas, y un tipo que hablaba con las manos más que con la boca. Olía a domingo en casa ajena. Una mezcla de ricota, café y algo dulce enfriándose en una bandeja.Todo tenía acento. Los objetos, los aromas, los ruidos. Hasta la balanza tenía cara de nona.
Me di cuenta entonces de una cosa que probablemente vos ya sabías: Buenos Aires, como muchas ciudades viejas y mal dormidas, está llena de portales. Lugares donde la geografía hace un nudo, y el tiempo también. Guisieppe Vicenti es uno. Uno entra desde la vereda rota de una calle porteña y sale mentalmente en la costa del Adriático, con el mar oliendo a sal y aceitunas negras.
Uno nunca sabe qué lo espera cuando abre una puerta. A veces es una ferretería con un señor que no quiere venderte nada. A veces es un consultorio. A veces es una discusión. Pero, cada tanto, es un pasaje directo a otro país, con su cultura, sus sabores, su modo de decir “buen día”.
No hay que subestimar las puertas chicas. A veces son las mejores. Lo importante es seguir abriéndolas.