Sendero — Un viaje sin código

Sendero fue uno de esos emprendimientos que empezaron como una idea chica —tan chica como una landing page con tipografía prestada y ganas de resolver cosas sin escribir una línea de código. Pero también fue mi primer “exit” serio. Y eso, para un emprendedor, es como el primer amor: no importa si después vienen cosas más grandes, más complejas o más rentables. El primero se te queda pegado en la piel.

Lo fundamos con mi socia cuando la palabra “no-code” era todavía una rareza de nicho, medio hipster, algo que sonaba más a manifiesto que a industria. Pero sabíamos que había algo ahí. Algo en esa promesa de construir sin picar código, de democratizar lo técnico, de abrir puertas a los que siempre habían tenido que golpear desde afuera. Lo veíamos antes de que se pusiera de moda.

Y entonces pasó lo que siempre pasa cuando ves algo antes que el resto: empezó a explotar. Rápido. Un día estábamos armando webs para pequeñas startups, y al otro estábamos firmando contratos con empresas valuadas en miles de millones de dólares, esas que tienen tantos empleados que hay mapas en la recepción. Nos encontrábamos hablando con equipos que habían tercerizado sus cerebros, y nosotros les traíamos soluciones que parecían magia.

Pero eso era sólo el principio. Porque pronto dejamos de ser “los que hacen páginas” y empezamos a construir sistemas completos: bases de datos, apps, automatizaciones, procesos. Todo sin escribir código, claro. O al menos, eso creíamos en ese entonces. Porque ahora, con la llegada de la inteligencia artificial, el “no-code” como concepto parece haber mutado en algo nuevo: vibe-coding. Un nombre raro, sí. Pero también justo. Porque hoy ya no se trata de no saber código, sino de sentir la solución antes de entenderla. De tener una vibra de cómo se hace, y dejar que el sistema traduzca tus intenciones en instrucciones.

Sendero fue eso. Un viaje. Un camino literal, como su nombre lo anticipaba, que nos llevó desde un lugar de intuición hasta un lugar de validación. Tuvimos clientes enormes, sí. Pero también vimos crecer desde adentro a muchas empresas que pasaron de tener un puñado de usuarios a convertirse en gigantes. Algunas de esas historias, si las contáramos ahora, sonarían a leyenda.

Y un día, como suele pasar cuando algo que hiciste empieza a tener valor, llegaron las ofertas. Nos sentamos, las analizamos y decidimos vender. Cerrar ese capítulo. Mudarnos a otras ideas, a nuevas aventuras. Pero esa —como dicen los narradores tramposos— quizás sea otra historia.

Lo que me queda de Sendero no es el deal, ni los logos de clientes, ni siquiera el exit. Lo que me queda es el trayecto. Porque ese nombre, Sendero, no lo elegimos por casualidad. Nos gustaba la idea de algo que no era un sprint ni una autopista, sino un camino que se hace al andar. Con curvas, piedras, vistas hermosas, y bifurcaciones. Uno de esos caminos donde, incluso cuando no sabés muy bien a dónde vas, sabés que estás yendo bien.